Disimular : (Del lat. dissimulāre). 1. tr. Encubrir con astucia la intención. U. t. c. intr. 2. tr. Desentenderse del conocimiento de algo. U. t. c. intr. 3. tr. Ocultar, encubrir algo que se siente y padece. Disimular el miedo, la pena, la pobreza, el frío. U. t. c. intr. 4. tr. Tolerar, disculpar un desorden, afectando ignorarlo o no dándole importancia. U. t. c. intr. 5. tr. Disfrazar u ocultar algo, para que parezca distinto de lo que es.

10/10/2016

Siempre

Fue el tiempo
El que me asusta
Llego un dia
Hace mucho
Después se fue
Después volvió
Ya no se va
Está en las almohadas del insomnio
Se queda conmigo
a dormir
Siempre
Siempre

10/09/2016

joaquin3.docx

-Tomá, te traje un regalo.

-¿Para qué?

-¿Cómo para qué?

-Sí, ¿para qué?

-No sé, lo vi y te lo quise traer. Me hizo acordar a vos, supongo. Me pareció lindo.

-No, eso es el porqué. Yo te pregunto para qué. Todo regalo tiene un propósito, una intención; un algo que el regalante quiere causar en el regalado. Un sentimiento... o a lo mejor otra cosa, lo que sea, no importa qué. Un regalo es un trueque escondido en el altruismo de una acción en realidad deliberada, ¿entendés?. Sin saberlo, me estás regalando la obligación de no decepcionarte o fallar estrepitosamente sin entender muy bien por qué.

-Qué sé yo, Joaquín. Era un regalo, nada más.

-Bueno.

-Bueno.

-Perdón.

9/27/2016

Nirvana

Todavía me acuerdo el día en que Mariano, el mismo que me había prestado el cd -Tomá, escuchá esto, haceme caso -, me lo contó, un poco divertido por mi pregunta, un poco triste por su respuesta. Kurt se había volado la cabeza con una Remington hacía ya seis años. Ni él podía ir a verlo a un recital, ni yo bajar temas nuevos en el Kazaa.

Nirvana fue la primera banda que realmente me gustó. Tenía todos los ingredientes que un adolescente, por lo menos uno de mi estilo, podía querer. Esa música terrible, también triste, llena de imágenes y locura. Me bajé pacientemente todos los CDs (la cosa de bajar música en la internet de 512kbps era bastante heróica; los virus acechaban en cualquier .exe y el porno -del bueno- era difícil de conseguir) de una discografía corta pero con temas increíbles que me dejaban tirado horas y horas en la cama. Cuando no encontré más, fui a lo de Mariano y le pregunté cuándo salía el nuevo CD. 

Mariano me dijo que a Kurt lo mató la gente. Personas que no lo dejaron hacer lo que le gustaba ni tocar lo que quería. Pobre Kurt. Hay que estar muy enojado para reventarte la jeta con una escopeta. O muy triste.

9/15/2016

Sueño



Y un día, después de tanto, tanto tiempo, escribí de nuevo. Supongo que una parte de mí, algo que se había perdido en algún momento y en cierto lugar, volvió. No sé con exactitud por qué se fue, aunque sí tengo mis sospechas de qué lo hizo (¿mé hizo?) volver. Espero que esta vez se quede un buen rato.

Este cuento, si se puede llamar como tal, me llevó un par de semanas y muchas correcciones, muchos ctrl + x y shift + insert, varios delete, demasiados por favor leelo y decime qué te parece, por favor leelo de nuevo y decime otra vez, tardes de no hacer nada de lo que tenía que hacer solamente para que quede bien una puta oración y mucha, mucha frustración. Así y todo no me termina de convencer pero no importa, ya está, basta, Dante, publicalo de una vez en Facebook y que sea lo que el señor quiera. Es la primera vez que nadie y todos lo leen, porque de las anteriores pasadas que algunos selectos tuvieron que sufrir, quedó poco y nada, a lo mejor oraciones perdidas y la idea (espero...)

Si les gusta y quieren leer más, tengo una acumulación hamsteriana de cuentos de mi anterior etapa de pseudoescritor en este mismo blog, que por algún motivo celestial y místico todavía vive en la red. Los invito a pasar y agendarlo porque, espero, voy a estar usandolo bastante seguido. Muchas gracias y perdón por las molestias. Los dejo con el cuento, ahora sí:





Sueño



Un día soñé que la muerte era violeta. Luz en el cielo y después hambre. Hambre atroz, desesperada, hambre sanguinolenta que empezaba en mi vientre y trepaba hasta meterse por un ojo. El mundo se quemaba y nadie parecía notarlo excepto algún pájaro.

Lo irremediable era el asunto del tamaño ya que no había a dónde escapar. De eso yo estaba seguro porque lo redondo del horizonte era evidente. No importaba el camino, cualquiera me traía de vuelta. La ausencia de las nubes era lo más preocupante o simulaba muy bien serlo, incluso de noche y sin estrellas -ni una- porque entonces los colores en el cielo eran terribles y no cualquier otra cosa. No había lugar a donde ir, en fin, que no me insinuara lo que yo no quería asumir. Así que corrí o por lo menos eso me pareció, porque en algún momento y después de no pensarlo demasiado, la ciudad estaba ahí.

Los edificios eran inconfundibles, de ventanas onduladas y sin vidrios, aunque los ángulos rectos no siempre se cumplían al pie de la letra y más de una vez se doblaron a simple vista. Me vi entrar por algún lado -las entradas no eran obvias en esa ciudad ni tampoco las puertas- y caminé sin pensar cuánto porque el tiempo era improbable o inexistente, a veces demasiado frenético, y la continuidad de los eventos era más bien una sensación térmica; un pellizco en la nuca para que no me olvidara de que la molestia seguía ahí.  No sé cuántos había. Edificios, quiero decir. Demasiados o uno sólo, en fila o desordenados. Me era imposible contarlos. Abandonados por cosas tristes; quizás las mismas cosas tristes que alguna vez los construyeron pero que ya no existían o se habían escapado. O no, a lo mejor no. Nunca lo supe. Tampoco estuve seguro de la consistencia de los pisos por los que caminaba, que eran de pasto a veces, de asfalto otras, pero no le di demasiada importancia al asunto; a nadie le interesan los pisos. Yo estaba preocupado por el naranja en el cielo que se acercaba sospechosamente a los azules y negros y porque de las nubes no había ni noticias.

La ciudad no tenía plazas ni tampoco faroles pero me acuerdo de los árboles. Árboles largos y oscuros de aspecto cruzado que se comían las veredas, trepaban por las ventanas y enfermaban el cemento de los edificios. Me acuerdo porque era difícil entenderlos, saber cuándo empezaban y cuándo ya eran otra cosa, otro árbol, una pared o una rama. Había que mirarlos en cierto ángulo y de costado para que fueran algo más que un montón de angustia seca. Pero lo complicado, lo verdaderamente casi imposible era no verlos. Estaban en las esquinas, en las diagonales, en cada ochava y en todas las escuadras falseadas de adoquines y ladrillos. Se alimentaban y crecían y crecían gigantes y quietos y se alimentaban. Si tenían alguna respuesta, si sabían cómo salvarse, no lo compartieron ni yo la supe escuchar.

Supongo que lo peor fueron las personas. No eran muchas. Las encontré en las calles, esperando las cosas que esperan las personas de ciudades tristes abandonadas. Me veían pasar, con caras flacas y despreocupadas, y me sonreían o movían las cejas, ausentes a lo que yo ya creía intuitivo. Se me ocurrió que lo difícil del problema era la incertidumbre de no tener a nadie que contestara las preguntas y que las personas, de caras flacas o no, tendrían que ser mejor consuelo que yo mismo. Así que me acerqué, no sin antes pensarlo varias veces, y les pregunté sobre las ventanas y la falta de vidrios o sobre el pájaro y el hambre, pero todos me respondieron con palabras calladas sobre la improbabilidad del clima o las obligaciones de los lunes. Los miraba escucharme y sin embargo no entendían los gestos cada vez más espectaculares de lo que me parecía ser algo importantísimo. No quise quedarme. No con ellos. El delirio en espiral era cada vez más insoportable y las ideas, de cierta viscosidad, se me diluían en la tonalidad de las luces del cielo. Necesitaba seguir, pero no podía concentrarme ni recordar si la ciudad era el bosque o si las espinas habían sido ventanas. Intenté razonar una explicación, aferrarme a algo que me sirviera para esconderme detrás de una piedra o construir un búnker, pero era tarde; en realidad siempre había sido tarde. El color del cielo era irremediable y yo sabía que no existía solución, que lo único que me quedaba era la angustia de lo relativo y que, a lo mejor, fuera o fuese todo mentira. Si hacía fuerza…si cerraba los ojos; si de verdad quería, el horizonte no sería redondo, la luz no sería violeta, los gestos de las personas no serían mudos y el pájaro no estaría gritando. Finalmente entendí que estaba solo. Todo lo que era silencio -los edificios y las ventanas, las palabras calladas y los pisos, los árboles complicados y el pájaro- se atoró en ese tiempo inexistente y, cuando ya no pudo más, se soltó. El hambre escondida en el ojo se transformó en un vértigo violento que me quemó la garganta mientras la tormenta en el cielo sin nubes se comía lo demás. 

El terror no fue instantáneo porque primero, siempre, viene la desesperación del despertar. Ese momento exacto, casi milimétrico en que uno recuerda todo y después, apenas después, nada. Lo que sea que teníamos, cualquier cosa de la que estábamos seguros de ser dueños absolutos desaparece no sin antes robarnos un pedacito de lo que éramos tres segundos atrás. No saber, no poder salir del laberinto que para colmo es vertical y la duda que, si es lo suficientemente larga, hace nido debajo de un párpado y te deja ciego los sábados por la tarde cuando atardecer o amanecer son cuestiones del reloj. Grité, desaparecí y abrí los ojos. El sueño se había ido. El violeta no. Estaba en las paredes de la habitación y en las arrugas de la sábana transpirada. Estaba en la luz que entraba por la persiana casi cerrada. Estaba en la sombra que me salpicaba la boca.  Ahora sí el terror me invadió y salí de la cama para abrir la ventana.

Afuera, detrás del marco, el mundo existía y nadie parecía notarlo excepto algún pájaro. El caos, los monstruos y las sombras se habían metido en el violeta de las cosas y esperaban la inevitabilidad del hambre. Puede que la sangre -tanta- no fuera solo mía.

Joaquín2.docx


-Joaquín….
-¿Qué?
-¿Qué te pasa?
-Nada.
-¿En serio?
-No.
-¿Entonces?
-¿Entonces, qué?
-¿Qué te pasa?
-Nada.
-Dale, Joaquín. Por favor.
-Me estoy volviendo loco.
-¿Por qué?
-No sé.
-¿En serio?
-Sí.

12/20/2008

Carta

Porque se desvanecen los días, las horas; el instante. Todo lo que pasó, ese sujeto tácito existe y yo lo sé, me lleva de la mano y me arrastra hasta que tropiezo. Duele. Y entonces me doy cuenta de que fue real –es real-. Te lo quiero gritar, lastimarte y luego decirte al oído, tenue y apagado para que ni nosotros oigamos pero sí escuchemos que todo lo que te asustaba no importa. Me lo pedís y es aire.
Esa puta caricia que me regalaste fue de una crueldad infinita, terrible, pero no alcanza porque necesito el fuego y quemarme. Sólo entonces te beso, claro que te beso y algo se me mete en las entrañas, se me retuerce la sangre de veneno. Carajo con tus ojos de tinieblas y el miedo que me crece dentro. Basta de sutilezas, de palabras armadas ¿me oís?, de un mar dormido ¿me sentís respirar? Esta es mi carta de despedida. Te juro, mi amor, hasta el fin de los tiempos.

9/22/2008

Corniza de una pared

El truco está (siempre y cuando se lo quiera saber) en recordar y olvidar. El alternar entre los dos es lo que le da validez al acto en si y nos permite realizarlo. Claro que esto no es moco de pavo, porque si lo fuera, todo este texto carecería de sentido y las oraciones mismas se desmembrarían, carcomidas por lógica hasta que no quede ni la duda de su existencia (¿O será no-existencia?).
Lo primero que hay que hacer es buscar un borde. La tarea no es muy difícil. Se necesita encontrar un punto en el que converjan dos líneas perpendiculares, formando así un ángulo recto que delimite una forma cuadradadezca o puntiaguda. El cordón de la vereda, una cama, una silla, el techo de una casa. La altura del lugar depende enteramente de uno, pero se debe saber que ésta, si bien no afecta el experimento en si, sí tiene un directo impacto en lo que vendrá (o no vendrá) después.
Elegido el lugar y la distancia del suelo, se sube uno al objeto o situación y se pone de espaldas al borde. (Es muy importante hacer esto antes de estar sobre el ángulo recto, o se corre el riesgo de acelerar exponencialmente la situación, con consecuencias desastrosas). Se dan unos pasos hacia atrás hasta que un poco más de la mitad de las zapatillas, zapatos o pies sobresalgan del borde y se encuentren sobre absolutamente nada más denso que el aire. Si la sensación es de alarma, vértigo y/o miedo, no hay que moverse; se ha encontrado la posición adecuada.Sigue la parte complicada que involucra la artimaña líneas arriba mencionada.
Olvide que es humano. Olvide que está vivo y lo que esto conlleva. Desconozca todo lo que quiere y despiste sus irremediables ganas de sobrevivir. Omita su humanidad. Cúbralo todo con una sábana oscura, piérdase en ella y preparase para quitarla. Ignore todo. Si está totalmente seguro de que lo está haciendo bien, no haga nada, porque todo está absolutamente mal. Cuando no sepa nada y todo simplemente no le resulte, de un paso hacia atrás.
Ahora recuerde. Tiene usted un segundo para sentir que está vivo. Luego déjese caer.

7/07/2008

Verde marcador

Ese día le tocaba regar las plantas. El deber era una formalidad, todo el mundo lo sabía, pero él prefería la metodológica organización de una rutina declarada. Con parsimonia, se sentó sobre el borde de la cama, apagó el despertador (aunque hacía años que se despertaba antes de que sonara), se vistió y revisó el almanaque estampado en la puerta. Cada dos días se podía ver (en el almanaque, por supuesto) una cruz verde que atravesaba las diagonales principales del cuadradito numerado correspondiente. Día de plantas, te contaba él, si le preguntabas.
En un principio se suponía que el sistema funcionara por turnos. Una vez ella, una vez él, y así. Todo muy organizado. De esa manera a cada uno le tocaba regar cada cuatro días, que es un tiempo suficiente, y no menos, que a veces no alcanza ni para acordarse. Pero, claro, nadie se esperaba lo del invierno con nieve, y las rutinas son bichos un tanto flacuchos. No aguantan el frío y se mueren de nada. Muy delicadas. De todas maneras, él se las apañó para seguir regando. Acomodó los horarios y la cosa le quedó cada dos días. Increíble. Hay que admitir que el esfuerzo que hizo es sobrenatural. Por lo menos para alguien de su edad.
Las plantas no se riegan solas – le contestaba muy serio a los que le pedían que vendiera la casa y se dejara de joder. Tenía muchos amigos, o había tenido alguna vez, antes del invierno ese en que se le enfermó la rutina. Bichos muy delicados. Como las plantas.
Después de servirse el café y comer dos medialunas de manteca, salió a la terraza y trepó por la escalerita hasta el techo.
El invernadero era un armatoste de metal pintado de azul. Nada muy estético, apenas un cuadrado que sobresalía de las demás casas en la cuadra. Los vecinos no estaban muy conformes y habían reclamado en la municipalidad que se hiciera algo al respecto; cárcel o una de esas multas con tantos ceros que a uno se le van las ganas de hacerse el rebelde con el gobierno. Pero los de la municipalidad no le prestaban mucha atención al asunto. Además, si al tipo no le daban ganas de hacerle mantenimiento a su invernadero (no desde la nieve), era cosa suya.
Cada planta necesita una determinada cantidad de agua. Ni más, ni menos. Lo justo. – te explicaba él si lo acompañabas a regar – Y hay que hablarles. Mucho. Decirles la verdad y acariciarlas. Así, ¿ves? – y acariciaba los malvones mientras les llovía agua con la regadera. Nadie las había contado, pero había muchas plantas en ese invernadero. Filas y filas de macetas con Ficus, margaritas, albaca y enredaderas. Todas verdes, algunas florecidas.
El invernadero es de ellas – Te respondía si le preguntabas por qué no las podaba; por qué dejaba que las enredaderas se comieran las paredes y los vidrios. Todo el mundo le decía que era demasiado trabajo, que no iba a poder. Que las regalara y seguramente alguien las iba a cuidar tan bien como él. Pero él amablemente decía que no, y seguía mojando, una por una, las macetas y los platitos de porcelana.
Regarlas todas le llevaba el día entero, y para cuando terminaba, desde el invernadero se podía ver el sol entre los edificios y las fábricas de humo y muy, muy a lo lejos, el río. Ese día, cuando terminó, con cuidado, bajó la escalerita (siempre le resultaba más difícil bajarla que subirla), entró en la cocina y se lavó las manos, llenas de tierra y coloradas de tanto levantar la regadera. Se preparó un plato de sopa, fue hasta su habitación y, antes de acostarse, revisó el almanaque. Dentro de dos días le tocaba regar las plantas.